Durante este mes cunde, de día y de noche, esta útil pasión por contemplar como pasa la vida sobre la piel del mundo. Cierto es que parte de la epidermis de los paisajes, ahora más hollados que en cualquier otro momento del año, está seca, agrietada, macilenta. Claro está, si la arboleda no la convierte en todo lo contrario: en jugosa plétora de formas que proclaman ansias de hospitalidad y de continuidad. Estemos en el erial o en el bosque, en la cultivada planicie o en el alborotado horizonte en fuga, estemos donde estemos, caben más encuentros con los otros. Pero sobre todo con ese punto de inflexión que se da en los vegetales más importantes de la flora. Se abarrotan los casos de procesos de maduración, sobre todo, de plantas cultivadas. Dejan de ganar tamaño las bayas y los frutos silvestres para comenzar también su interna madurez. No pocos burlarán cualquier pesquisa por nuestra parte sumando, a su oficio de pasar inadvertidos, la quietud y el abrigo a la sombra que demanda la calorina. Es el caso de los mamíferos y de no pocas aves que, si bien desaparecen como si se los hubiera tragado la tierra, resultan, por el contrario, especialmente abundantes y conspícuos durante las dos primeras horas de luz. Esas, que ahora mismo, van de 7 a 9 de la mañana. Otro buen pico de actividad se registra a partir de las 8, 30 de la tarde hasta el ocaso. No se pierdan los amores del corzo, las evoluciones crepusculares de los murciélagos, el triscar de los conejos… Sin olvidar a los emplumados. Espectaculares resultan ahora mismo las concentraciones de vencejos, golondrinas, abejarucos, garcillas, córvidos y tantas otras especies.
La nación de los fríos, esos que deben ser calentados por lo que ahora lo calienta todo, despliegan tanta actividad que solo su sigilo los hace poco admirables y admirados. Pero ahora mismo culebras, lagartijas, galápagos, ranas y sapos no pueden hacer más cosas. Incluso las temidas víboras se aprestan a “parir” a sus crías. Varias especies de peces se reproducen, como la carpa que no hace ascos al agua con mayores temperaturas del año.
Cunde, en efecto, lo natural pero sobre todo lo artificial. Eso que ponemos los humanos en casi todos los rincones posibles. Se trata de que no cunda ni el fuego, ni las basuras, ni las molestias.
Y la única forma de hacerlo es acordarse de que cada paso que demos por ahí afuera es por dentro de la morada insustituible de alguien que vive y puede ser contemplado.
Autor:
Joaquín Araujo (Naturalista y escritor)
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