Obras
hidroeléctricas colosales chocan con la protección del Amazonas.-
El
reto de Brasil es compatibilizar medio ambiente y producción de alimentos
El divorcio
de los mundos científico y político en Brasil no puede ser mayor cuando el tema
de discusión es el futuro del Amazonas y las consecuencias del Código Forestal
recientemente aprobado por amplia mayoría (274 votos a favor, 184 en contra y
dos abstenciones) en el congreso de Brasilia. El todopoderoso sector
agropecuario, que mantiene una extraordinaria influencia en las grandes
familias políticas representadas en la Cámara baja, se anotó el pasado 25 de
abril la que podría ser su mayor victoria de las últimas décadas y de los años
venideros.
Según los
estudiosos del Amazonas, el nuevo código representa, en la práctica, una
patente de corso para ampliar las áreas legalmente sujetas a deforestación y,
consecuentemente, destinarlas al boyante negocio agropecuario. También
establece la amnistía general para todos aquellos que cometieron “delitos
contra la vegetación” antes de 2008. A menos de dos meses de la celebración en
Río de Janeiro de la cumbre medioambiental Río+20, que previsiblemente
congregará a un centenar de jefes de Estado y de Gobierno, el mensaje que
Brasil ha lanzado al mundo es, cuando menos, contradictorio.
Tamaña
división social en torno al Código Forestal no ha dejado indiferente a la
presidenta brasileña, Dilma Rousseff, que, según han declarado varios de sus
ministros en los últimos días, ha decidido vetar algunos puntos sensibles del
texto, como el de la amnistía a los deforestadores. El pasado viernes, la
ministra de Medio Ambiente, Izabella Texeira, fue explícita ante un nutrido
grupo de periodistas: “El Gobierno no apoya ningún retroceso en la legislación
medioambiental ni ninguna situación que obstaculice la producción sostenible de
alimentos con inclusión social. Debemos tener respuestas para los pequeños
[agricultores] y el texto aprobado en el Congreso excluye las soluciones que el
Senado había encontrado para ellos”. Texeira también confirmó que su ministerio
ha aconsejado a Rousseff que vete el texto. La presidenta tiene hasta el 25 de
mayo para tomar la decisión.
No obstante,
la aprobación del polémico código no representa más que una pieza en el mosaico
de decisiones adoptadas en los últimos años por diferentes instituciones
brasileñas que mantienen en pie de guerra a las organizaciones
medioambientales. El agresivo plan de vías de transporte terrestre para
vertebrar la región amazónica o la construcción de enormes plantas
hidroeléctricas en los cauces de los ríos Xingú y Madeira con el objetivo de
consolidar el aún deficiente abastecimiento eléctrico del país son dos asuntos
que dejan al desnudo el modelo de desarrollo por el que se ha decantado el
actual Gobierno. Todo ello forma parte del denominado Plan de Aceleración
Económica (PAC) lanzado en el mandato del expresidente Lula da Silva y ahora
apuntalado por su sucesora.
“No he leído
ningún trabajo científico que apoye algunos de los cambios introducidos en este
Código Forestal, como, por ejemplo, la reducción de las áreas protegidas en
cerros. Nuestra expectativa era que el Código Forestal representase una
actualización de los conocimientos sobre el Amazonas acumulados en las últimas
décadas. Es decir, debería ser un ejercicio de inclusión de la ciencia en la
ley, y resulta inadmisible que los científicos que trabajamos en estos temas no
hayamos sido oídos convenientemente. El resultado es un documento amorfo que en
muchos aspectos va a mermar la protección de áreas críticas”, sentencia la experta
del Instituto Nacional de Investigaciones Amazónicas (INPA) María Teresa
Fernández Piedade.
En su
despacho de la ciudad de Manaos, Fernández se muestra muy crítica con la parte
del nuevo código que regula las áreas protegidas en los márgenes de los ríos.
“En el caso del río Solimoes existe una diferencia de altura de las aguas de 10
metros dependiendo del periodo del año. En un terreno tan plano como este, en
la época de crecidas las áreas inundadas en los márgenes pueden ser de miles de
kilómetros cuadrados. Solo en los ríos Solimoes, Negro y sus principales
afluentes, cerca de 400.000 kilómetros cuadrados quedarían sin protección”,
asegura a tenor de los estudios realizados por su equipo.
Las obras de
la hidroeléctrica de Santo Antonio, en el cauce del río Madeira, el principal
afluente del Amazonas, representan un nítido ejemplo de los efectos colaterales
del desarrollo.
A siete kilómetros de Porto Velho, la capital del Estado de Rondônia, los camiones y las excavadoras no claudican en la titánica tarea de culminar un mastodonte de hormigón y turbinas concebido para generar más de 3.000 megavatios. En este punto del Madeira, las otrora aguas tranquilas hoy se revuelven con violencia. Varias comunidades que vivían apaciblemente a orillas del río se han visto forzadas a emigrar a otros asentamientos ante el riesgo de que el funcionamiento de la hidroeléctrica provoque inundaciones que acaben tragándose las precarias viviendas de madera. “Llevo más de 30 años viviendo en este lugar y hasta ahora nunca había visto subir y bajar el agua de esta manera. Aquí ya no nos podemos quedar porque nuestras vidas peligran”, comenta María do Carmo da Silva, vecina del barrio Triangulo, uno de los afectados por la puesta en marcha de la hidroeléctrica.
Es probable
que María do Carmo termine habitando en un lugar similar a Vila Nova de
Teotônio, un complejo de viviendas construido a toda prisa en plena selva para
alojar a 120 familias que antes corrieron la misma suerte. Todas ellas vivían
de la pesca, pero desde la construcción de la hidroeléctrica ese tramo del río
Madeira parece estar bajo los efectos insondables de una maldición. “Antes
residíamos en un lugar donde podíamos pescar hasta 400 kilos diarios, y
vivíamos bien. Aquí apenas consigo regresar a casa con la comida del día.
No nos ha quedado otra alternativa que abandonar la actividad y buscarnos la vida”, se lamenta José Carlos, que hoy despacha en una tienda de comestibles donde la comunidad puede comprar productos de primerísima necesidad, como aceite, arroz, leche en polvo o algunas verduras. El problema es que Vila Nova de Teotônio fue vendida por los políticos locales como un prometedor polo turístico que mejoraría la calidad de vida de los reasentados. El pronóstico no pudo ser más errado, ya que este lugar es un páramo humano en el que reina el desánimo y la ausencia de perspectivas.
No nos ha quedado otra alternativa que abandonar la actividad y buscarnos la vida”, se lamenta José Carlos, que hoy despacha en una tienda de comestibles donde la comunidad puede comprar productos de primerísima necesidad, como aceite, arroz, leche en polvo o algunas verduras. El problema es que Vila Nova de Teotônio fue vendida por los políticos locales como un prometedor polo turístico que mejoraría la calidad de vida de los reasentados. El pronóstico no pudo ser más errado, ya que este lugar es un páramo humano en el que reina el desánimo y la ausencia de perspectivas.
Otro caso
sangrante es el de la localidad de Jaci Paraná, a casi 100 kilómetros de Porto
Velho. Bajo el impacto de la construcción de la hidroeléctrica de Jirau,
también en el cauce del río Madeira, este pequeño pueblo ha visto cómo su
población ha pasado de 5.000 a 18.000 habitantes en apenas dos años. Algunos
datos obtenidos en el terreno pueden dar una idea de la situación
que se vive en este lugar: Jaci Paraná contabiliza actualmente un médico, tres
escuelas, 10 policías... y 60 prostíbulos.
Al reclamo
del empleo fácil en la construcción de la hidroeléctrica, miles de operarios
llegados de todos los puntos del país se han instalado en la localidad sin
orden ni concierto.
Como no hay vivienda para tanta gente, los trabajadores han levantado asentamientos irregulares causando destrozos irreversibles a la naturaleza. Muchos de los que han fracasado en el intento de conseguir un empleo vagan hoy por las calles de Jaci Paraná mendigando o fumando piedras de crack. “Vine desde São Paulo con grandes expectativas, pero me encontré sin trabajo y en medio de la nada. Consumo crack porque no tengo nada mejor que hacer”, comenta Pedro, con la mirada perdida en la pipa que sostiene en una mano.
Como no hay vivienda para tanta gente, los trabajadores han levantado asentamientos irregulares causando destrozos irreversibles a la naturaleza. Muchos de los que han fracasado en el intento de conseguir un empleo vagan hoy por las calles de Jaci Paraná mendigando o fumando piedras de crack. “Vine desde São Paulo con grandes expectativas, pero me encontré sin trabajo y en medio de la nada. Consumo crack porque no tengo nada mejor que hacer”, comenta Pedro, con la mirada perdida en la pipa que sostiene en una mano.
Los
defensores del desarrollo a cualquier precio encuentran un admirable foco de
resistencia a poco más de 100 kilómetros al norte de Manaos, la capital del
Estado de Amazonas, en la localidad de Presidente Figuereido. En este lugar, a
la par infernal y paradisíaco (las temperaturas extremas y una humedad
sofocante no ensombrecen uno de los paisajes naturales más enigmáticos y
maravillosos de la tierra), Egydio Schwade y sus hijos trabajan sin descanso en
una propiedad de 53 hectáreas en pleno corazón de la selva. Recolectan 85 tipos
de frutas y tubérculos, y miel de ocho especies de abejas. Jamás han cortado un
árbol centenario para obtener madera o para ampliar sus cultivos.
Se apañan
bien con cuatro hectáreas deforestadas, menos de lo que la ley permite para los
pequeños productores, en las que mantienen una pequeña explotación agrícola de
autoabastecimiento y venta de productos al por menor. “Somos la prueba viviente
de que no hace falta devastar la selva para vivir de su tierra”, comenta
Egydio, que vivió y sufrió en los setenta el exterminio de la tribu
Waimiri-Atroari, que pasó de tener 3.000 miembros a 400 durante la construcción
de la carretera BR-174 que conecta Manaos con Presidente Figuereido. “Es
evidente que quien está detrás del Código Forestal es el agronegocio, los
grandes productores”, asegura.
En el barrio
de Zumbi, uno de los más inseguros de Manaos, se encuentran las instalaciones
del Taller Escuela de Lutería del Amazonas (OELA), otro ejemplo plausible de
explotación responsable de la selva. En los últimos 14 años aquí se han formado
60 profesionales en el arte de fabricar instrumentos clásicos de cuerda. Su
director, Rubens Gomes, explica que el primero de los dos objetivos principales
del proyecto consiste en “usar de forma racional los recursos de la selva”. El
segundo pasa por la “inclusión y la oferta de oportunidades para jóvenes de
baja renta”. Toda la madera usada en los talleres de OELA proviene de
explotaciones y empresas reguladas y tiene el certificado FSC (Forest
Stewardship Council).
Maderas
amazónicas de marupá, tauari, breu branco o coraçao de negro sustituyen al pino
alemán, a la jacaranda, al mogno o al ébano. “Después de años de pruebas y
análisis físico-mecánicos hemos llegado a la conclusión de que nuestros
instrumentos tienen poco que envidiar a los fabricados con especies de árboles
en peligro de extinción”, comenta Gomes mientras acaricia las cuerdas de una
guitarra clásica recién acabada. “Lo que tenemos sobre la mesa no es un Código
Forestal, sino un código agrario que defiende los intereses del agronegocio”,
sostiene.
No es ningún
secreto que Brasil es la tercera potencia exportadora de productos agrícolas
del mundo, tras de la Unión Europea y Estados Unidos. Pese a las embestidas que
ha sufrido en las últimas décadas, la inexpugnable región amazónica sigue
teniendo un incalculable potencial para aumentar la producción agrícola y
ganadera de Brasil. En los cenáculos políticos de Brasilia no pocas voces
defienden la idea de que el gigante sudamericano, que atraviesa un momento
crucial de su historia, no puede aflojar el pulso frente a las agriculturas
subvencionadas de Europa y EE UU.
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